Isaías 9:6

"Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".

Efesios 2:8

"Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios"

Salmos 19:1

"Los cielos cuentan la gloria de Dios,Y el firmamento anuncia la obra de sus manos."

Juan 6:68

"Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna".

Apocalípsis 1:8

"Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso".

miércoles, 30 de julio de 2014

La Bendición de la Humildad


Los dos rasgos del carácter cristiano que se enseñan con más frecuencia en el Nuevo Testamento son el amor y la humildad. El pasaje clásico sobre el amor es, por supuesto, 1 Corintios 13. El pasaje clásico sobre la humildad, aunque nunca usa la palabra, es Mateo 5:2–12, popularmente conocido como las Bienaventuranzas. Y así como 1 Corintios describe el amor, las Bienaventuranzas describen la humildad.

Jesús comienza Sus enseñanzas diciendo, “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mateo 5:3). Los pobres de espíritu son aquellos que han llegado al convencimiento de su pobreza espiritual. Ellos ven su pecaminosidad continua aun siendo creyentes. En contraste con el fariseo que con aires de superioridad al orar decía “Dios, te agradezco porque no soy como los demás hombres,” ellos se identifican con el recaudador de impuestos que gritó, “¡Dios, sé propicio a mí, pecador!” (Lucas 18:9–13). Acá es donde comienza la humildad, con un profundo sentido de nuestra continua pecaminosidad.

Jesús prosiguió, “Bienaventurados los que lloran” (Mateo 5:4). Esta segunda bienaventuranza sigue naturalmente a la primera. Quienes advierten su pecaminosidad continua se lamentan. Ellos anhelan ver más progresos en la erradicación de los pecados persistentes de sus vidas—incluso esos pecados “respetables” que con tanta frecuencia toleramos en nosotros mismos.

La tercera bienaventuranza, “Bienaventurados los mansos,” (v. 5), deriva de las dos primeras. La mansedumbre no es debilidad de carácter sino fuerza de carácter. Es la actitud de alguien que al darse cuenta de su propia pobreza espiritual reconoce que no merece nada de la mano de Dios o de sus semejantes. Él no se resiente ante las providencias adversas de Dios o los maltratos de otras personas. Él cree que Dios hará todas las cosas por su bien, por lo tanto deja su situación en manos de Dios.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia” (v. 6). ¿Qué hace que los creyentes tengan hambre y sed de justicia? Es el reconocimiento creciente de su propia pecaminosidad continua, unido a la feliz comprensión de que sus pecados están cubiertos por la sangre de Cristo y que están ataviados con Su justicia. Ellos tienen el profundo deseo de ser en su experiencia como son en su posición frente a Dios. Anhelan cada vez más ser liberados de los patrones persistentes de pecado en sus vidas y ver más de los misericordiosos rasgos que la Biblia llama “el fruto del Espíritu.” La tensión entre lo que desean ser y lo que advierten que aún les falta para ello produce un estado continuo de humildad hacia Dios y las demás personas.

“Bienaventurados los misericordiosos” (v. 7). La misericordia en su forma más básica denota un sentido de lástima o compasión para quienes están en un cierto estado de miseria. Pero a veces es sinónimo de perdón, como cuando el recaudador de impuestos oró, “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Este es, sin duda, el sentido con que Jesús lo usó aquí. La mejor descripción de esta forma de compasión está en la parábola del siervo despiadado (Mateo 18:23–35). El señor tuvo lástima del siervo que le debía diez mil talentos y le perdonó tan tremenda deuda. Poco después el siervo encontró a un compañero que le debía cien denarios (una suma insignificante en relación con la que él debía) y se negó a perdonarlo. El señor, cuando escuchó lo ocurrido, dijo “¡Siervo malvado! Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?” (v. 32–33).

Los misericordiosos, entonces, son aquellos que perciben cuánto han sido perdonados, y rápidamente perdonan a quienes pecan en contra de ellos. La misericordia comienza con la humildad, con un profundo sentido de la propia pobreza espiritual unido a una creciente comprensión de todo lo que Dios nos ha perdonado.

“Bienaventurados los puros de corazón” (Mateo 5:8). Ser puro de corazón es estar libre de deshonra en la propia esencia de nuestro ser. No significa perfección libre de pecado, sino que la vida de uno está caracterizada por el sincero deseo y el honesto esfuerzo de perseguir esa santidad sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

“Bienaventurados los pacificadores” (Mateo 5:9). Un pacificador en primer lugar busca estar en paz con los demás. Como escribió Pablo, “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18). Esto significa que tomamos la iniciativa de hacer la paz aun cuando se nos ha ofendido. Sólo cuando tenemos esta actitud hacia nosotros mismos podemos tratar de ser pacificadores con otros.

La persona que intenta vivir esas siete bienaventuranzas por lo general se destaca en la sociedad. Uno podría pensar que la gente admira y aprecia a aquellos cuyas vidas están caracterizadas por esos rasgos. Pero también lo opuesto a menudo es verdadero. La sociedad no aprecia la humildad porque es demasiado contraria a sus valores. Como resultado puedes ser vilipendiado e incluso perseguido, pero al final serás bendecido porque “Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes” (Santiago 4:6).

Fuente original: Libros y Sermones Bíblicos



miércoles, 9 de julio de 2014

Entrad por la puerta estrecha - Martyn Lloyd Jones

Nuestro Señor lo afirmó una vez y para siempre en el Sermón del Monte: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. ¿Vemos lo que está diciendo? Nos dice: Mira el camino ancho, ve cuan maravilloso parece. 

Puedes ir con la multitud y hacer lo que hacen los demás; todos ríen y hacen bromas. La puerta y el camino son anchos y espaciosos. Todo parece maravilloso allí y este otro camino parece ser tan miserable:“angosta es la puerta”. Un paso a la vez, una decisión personal, luchando con uno mismo, tomando la cruz. “Estrecha es la puerta, y angosto el camino”. Y es porque miran sólo el comienzo que muchos están en el camino ancho. ¿Qué es lo que les sucede? No miran el fin. “Ancha es la puerta, y espacioso el camino, que lleva a la perdición”“Estrecha es la puerta, y angosto el camino”, pero —y éste es el fin— “lleva a la vida”. El fin de uno es destrucción, el del otro, vida.

El problema en esta vida es que las personas  miran  sólo  el  comienzo.  Al  parecer  sus  vidas  son  lo  que  nosotros  llamamos  “de película”. Llaman la atención constantemente, y los que la viven dan la apariencia de pasarlo maravillosamente bien. ¡Ah de los jóvenes que han sido criados pensando que la vida es así, y que vivir de este modo es la suprema felicidad! Miremos el fin de ellos. Miremos cómo entran y salen  de  los  juicios  de  divorcio,  convirtiendo  el  matrimonio  en  una  aceptada  prostitución, indignos de tener hijos a causa de sus egoísmos y porque no saben educarlos. Las personas son atraídas por las apariencias. Miran sólo la superficie; miran sólo el comienzo. No miran el fin de este tipo de vida; no piensan, en ningún instante, en el resultado final. De todos modos, es cierto hoy en día, como lo fue siempre, y la Biblia lo dice constantemente, que el fin de estas cosas es “destrucción”.