“…sabiendo que la tribulación produce
paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza
no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Romanos 5:3b-5)
El cristiano
es un prisionero de esperanza. En esperanza fuimos salvos. El Dios que ha
prometido darnos vida eterna y un lugar en el reino de su amado Hijo así ha
dispuesto que vivamos en este mundo mientras nuestra salvación se
manifiesta: reos de la esperanza. La esperanza permanece mientras no
veamos lo prometido, pues andamos por fe y no por vista. Dado que la espera del
cristiano es un asunto de paciencia –o una esperanza prolongada–, bueno sería
preguntarnos qué estamos esperando.
A veces
pensamos que nuestros anhelos se conforman a la voluntad de Dios, pero bastan
unas cuantas tribulaciones para darnos cuenta de lo que equivocados que
estamos. El apóstol Pablo tenía claro qué esperar: “por quien también
tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y
nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.” (Romanos
5:2).
Cuán fácil
es perder de vista el asunto medular de nuestra espera, que es ver la gloria de
Dios y no solamente a futuro, sino también mientras peregrinamos en esta
tierra. Dios quiere que se fije en nuestro corazón esta verdad sin importar las
circunstancias que nos envuelvan. Si nuestra esperanza es ver cambiar nuestra
situación presente y ver mejores vientos soplar en nuestras vidas, entonces
estamos errando el tiro. La Biblia nos explica mejor todo esto. Los mejores
ejemplos siempre están en ella.
Si Moisés
hubiese tenido su esperanza en ver a toda la nación que sacó de Egipto entrar
en la tierra prometida, ciertamente fue avergonzado pues sólo dos personas
llegaron allá; pero su esperanza siempre fue glorificar a Dios aún después de
entender que él tampoco entraría en Canaán.
Si Elías
hubiese tenido su esperanza en ver a todo Israel convertido a Dios, ciertamente
fue avergonzado pues en todo el pueblo sólo había siete mil que no doblaron sus
rodillas ante Baal; pero su esperanza era glorificar a Dios, fuera haciendo
poderosos milagros o teniendo que huir de la mano de quienes buscaban su vida.
Si Juan el
Bautista hubiese tenido su esperanza en salir de la prisión para predicar otra
vez, ciertamente fue avergonzado, pues nunca salió de ahí y murió preso; pero
su esperanza era glorificar a Dios, fuera predicando y bautizando, o preso por
reprender el pecado.
Si Pablo
hubiese tenido su esperanza en vivir siempre de misionero, ciertamente fue
avergonzado pues no siempre se le concedió, pues varios años de su vida los
vivió encerrado; pero su esperanza era glorificar a Dios en cualquier
condición, tal como él dijo: “conforme a mi anhelo y esperanza de que
en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora
también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o
por vida o por muerte. Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es
ganancia.” (Filipenses 1:20-21).
Ejemplos
abundan, pero lo que importa es que nuestra esperanza esté bien fundada, que
tengamos bien orientada la brújula. No somos nosotros los que determinaremos
nuestro rumbo, pero si el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo entonces podremos vencer cualquier obstáculo.
Que el
anhelo de ver la gloria de Dios por sobre todas las cosas, y el glorificarlo a
nuestro paso por este mundo, envuelva nuestros corazones y Él nos de su gracia
para proseguir. Cuando el pueblo de Dios deje el alma en esto, entonces Él
hará.
“Pero la salvación de los justos es de Jehová, y
él es su fortaleza en el tiempo de la angustia. Jehová los ayudará y los
librará; los libertará de los impíos, y los salvará, por cuanto en él
esperaron.” (Salmos 37:39-40)Fuente: Prisioneros de esperanza
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